¡Qué onda! Los tiempos han cambiado a un ritmo acelerado y no lo digo yo, lo dicen los súper expertos: si no te adaptas a los nuevos tiempos, te quedarás sin chamba. Pero, ¿y si estamos abrazando a la ligera esa lógica de que hay que luchar por generaciones?
O sea, un refri dura 12 años. Una tele o una lap, cinco. Un celular, como dos temporadas. Y tú, probablemente ya te caducaste y ni te has dado cuenta. Claro, todavía puedes levantarte de la cama, comer, dormir y hacer tus necesidades, pero quizás ya eres un muerto cultural y un zombie laboral. No lo digo yo, lo dicen los gurús, desde Yuval Noah Harari hasta todos los “futurólogos”. Bueno, no usan exactamente esas palabras, pero más o menos dicen que el mundo cambiará continuamente y que si no cambiamos con él, estamos perdidos. Como dice Juan Martínez-Barea, esto es como una ola que nos va a barrer. Te recomiendo el libro “El mundo que viene”.
En una entrevista con el de la Universidad Nacional de Singapur, que es considerada la mejor de Asia en los rankings académicos, habla de su preocupación por el creciente desempleo entre los licenciados de 40 a 55 años, cuyas habilidades ya no son necesarias en el mercado laboral moderno. Me sorprendió porque probablemente eso significa que mi formación está obsoleta. Pero, como dice Raquel Roca en su libro Silver Surfers, con la experiencia que uno tiene, no deberíamos preocuparnos tanto. Aunque a veces somos más tontos que otros.
Conozco a muy pocas personas de mi edad que no se hayan reciclado varias veces, en muchos casos, cambiando completamente de rubro.
Sospecho que debajo de esta idea de que hay que luchar por generaciones, late una oportunidad de negocio para la creciente industria de la educación, que ya no será solo para colegios, institutos y universidades, sino también para compañías privadas y grandes tecnológicas (porque Google o Facebook están apostando miles de millones en eso). Una persona no es solo su formación académica, pero en ocasiones se parece mucho. Después de todo, la educación era el camino de entrada al mundo laboral, parte clave de las identidades en una sociedad en la que el trabajo es central. Es como bótox para el currículum, que cada año nos obligará a gastar nuestros ahorros para evitar que la aceleración de los cambios sociales agriete nuestro rostro laboral.
En ese contexto, descubrir que en España hay más de un millón de personas con título universitario en riesgo de pobreza suena a broma pesada. No solo por ellos: la cifra sugiere que por cada licenciado pobre, hay unos cuantos más sin estudios en el arroyo. Tanto a unos como a otros los ha barrido la ola devastadora de la obsolescencia. Son, a su manera, un software que ya no funciona, como se les reprocha una y otra vez, conformistas por querer aspirar a una vida tranquila con horizontes de futuro. El trabajador del futuro es un maratoniano en una carrera cuya meta es inalcanzable y en la que el precio de inscripción es altísimo.
A los 33 años, ya hay personas que se sienten obsoletas. En mi caso, con 54 años y siendo un Silver Surfer, conozco a muy pocas personas de mi edad que no se hayan reciclado varias veces, en muchos casos, cambiando completamente de rubro.
De un tiempo a esta parte, no puedo evitar sentir que nuestro conocimiento y experiencia es agua que ya ha pasado por el molino, y esto ocurre en casi todos los sectores: la banca, el periodismo, la tecnología y tantos otros. En cuanto dejas de ser el futuro, la novedad, el aire fresco de la empresa, pasas a ser el pasado, ese chiste ya oído mil veces que debe ser sustituido por una pieza más joven y actualizada. Y a esa nueva pieza le tocará el mismo destino, aunque aún no lo sepa. Me acuerdo de una ocasión en la que un jefe me dijo: “Con lo que te pagamos, podríamos poner a tres en tu lugar”.
¿Guerra de generaciones?
Llevo unos años dándole vueltas a esto de la obsolescencia laboral y lo que pasa después de cumplir cierta edad, y observando a los que vienen detrás, pero también echando un vistazo a los mayores por aquello del dicho “cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar”. Entonces me topé con un artículo de una polémica, por no llamarla otra cosa, sobre aquella cosa de “mariconez” de Mecano. Me sorprendió ver en Twitter una publicación retuiteada casi 2,000 veces que utilizaba precisamente el término “obsoleto” para referirse a la generación anterior, que según el usuario, se iba a ver dentro de 10 años “con el sintrón y el tacataca”. Si el mensaje confirma algo, quizá sea que hemos terminado abrazando esa lógica neoliberal según la cual cada generación (cada individuo) es una pieza rota que debe ser sustituida para no entorpecer el avance de la sociedad. Una enmienda fácil a una supuesta totalidad generacional que, en realidad, es una afirmación del “yo” y lo que es uno mismo.
La gerontofobia es una de las discriminaciones más aceptables hoy en día, lo que quizá sea un reflejo de la aceleración de las dinámicas sociales.
Sospecho que estas batallas no son tan generacionales como de grupos de consumo, ligadas a determinados valores (no dudo que positivos). Como bien ha sabido la publicidad desde los tiempos de Edward Bernays, no hay nada como considerar que un producto es parte intrínseca de uno mismo para defenderlo a capa y espada. Las subculturas juveniles nacieron en los años 50 como una respuesta a la expansión económica de la época, cuando los adolescentes comenzaron a gozar de una independencia económica de la que no habían disfrutado generaciones anteriores, de forma que se emanciparon de sus padres a través de automóviles, música rock y un choque generacional que era puesto de relieve en películas como ‘Rebelde sin causa’. Desde entonces, es posible que en toda identidad generacional hayan jugado un papel esencial las elecciones de consumo, ya sea ‘Operación Triunfo’ o Mecano.
En ese contexto, y como se ha puesto de relieve a menudo, la gerontofobia es una de las discriminaciones más aceptables hoy en día. Podría verse como una reacción a la gerontocracia impuesta, si no fuese porque últimamente he visto aplicar el término “viejo” a personas que aún no han cumplido los 30. Hay quizás algo más profundo en este adanismo de nuevo cuño: por una parte, la muy legítima rebelión generacional que ha existido desde que el mundo es mundo -ya se sabe que Aristóteles tenía su recadito para los ‘millennials’ de la época- pero también una aceleración de las dinámicas sociales que hace que seamos tremendamente vulnerables al cambio. Modernos o conservadores, progresistas o rancios, da igual: cada vez más jóvenes son viejos. Pero si algo me ha enseñado la experiencia, es que todos somos capaces de compatibilizar opiniones muy retrógradas con otras increíblemente audaces.
No se trata de una mera cuestión de edad. Hace no tanto tiempo, un artículo de periódico tenía una vida bastante larga. Se leía, se compartía y se debatía durante días, semanas si había suerte. Ahora la curva de interés comienza a bajar en cuestión de minutos. No ocurre solo con los periódicos, sino también con los periodistas (y por extensión, famosos, influencers, youtubers y otra fauna): he presenciado unas cuantas carreras meteóricas que han desaparecido por combustión espontánea en cuestión de segundos. ¿Dónde están Silvia Charro y Simón Pérez, a todo esto?
El ‘ubasute’ era una supuesta costumbre del Japón antiguo por la cual se abandonaba a ancianos y enfermos en cualquier lugar remoto donde no pudiesen volver a pie a casa. Era, en teoría, una manera de administrar recursos en períodos de escasez. Los conflictos generacionales tienen algo de lucha por el relato y la visibilidad, aunque sospecho que en caso de invasión alienígena, a nuestros simpáticos colonos interespaciales les costaría ver alguna diferencia sustancial -física, pero también cultural-. Con esta pandemia, hemos creado una brecha generacional aún mayor. La tecnología va a arrastrar a muchos, a otros simplemente les quedará el salario mínimo.
Tenemos que tener cuidado, porque corremos el riesgo de abandonar a millones y millones de personas que a los ojos de la sociedad han quedado obsoletas, listas para el matadero del olvido y el desempleo.